Hoy es el lanzamiento de este libro de estrevistas a hombres y mujeres sobrevivientes de minas antipersonal. Contiene los resultados de una investigación realizada por Ana Lucía Rodríguez y Manuela Gaviria con el apoyo de la Fundación Handicap Internacional y la Agencia Suiza de Cooperación COSUDE. Ana Lucía me hizo el honor de invitarme a escribir el EPÍLOGO que aquí transcribo. El Prólogo fue escrito por Francisco de Roux
Existe una rama de la
biología que se dedica al estudio de los extremófilos, que son seres vivos, en
su mayoría microorganismos, adaptados para cumplir todo su ciclo vital en
condiciones extremas de temperatura (frío o calor), de presión, de salinidad,
de radiación, de acidez, de ausencia de humedad, de presencia de metales tóxicos
y, en muchos casos, de varias de esas condiciones a la vez. Seres que viven en
medios que resultarían imposibles para otras especies.
También hay otros seres que
estrictamente escapan al concepto de extremófilos pero que, como las plantas
enraizadas en los suelos subacuáticos de las zonas intermareales, están
sometidos a sacudidas permanentes en medio de las cuales deben llevar a cabo todas
sus funciones vitales, incluyendo la alimentación y la reproducción. Seres para
los cuales la existencia es sinónimo de, lo que desde nuestro punto de vista,
sería una crisis permanente. Todos estos seres -los extremófilos en sentido
estricto y los extremófilos por extensión- son expresiones de la berraquera de la Vida.
Berraquera es
una palabra propia del slang
colombiano, que escrita así con “b”, hace referencia a una mezcla de fortaleza más
inteligencia vital estratégica más terquedad, que resulta capaz de vencer las
condiciones adversas que se oponen al logro de un objetivo cualquiera. En este
caso, nada menos que al objetivo de existir.
La berraquera de la Vida es una manifestación de la Voluntad de Vida
intrínseca en todos los seres vivos y que en los seres humanos, individual y
muchas veces colectivamente, se vuelve intencionalidad consciente de existir a
pesar de todas las evidencias aniquiladoras.
A esa berraquera de la Vida hace referencia, precisamente, la palabra
“resiliencia”, que desde el punto de vista de la Seguridad Territorial, se
refiere a la capacidad de un territorio (de sus ecosistemas, de sus comunidades
y de sus instituciones) para evitar que los efectos de una transformación
interna o externa generen una crisis (resistencia) y para recuperarse
satisfactoria y oportunamente cuando la crisis no se haya podido evitar
(resiliencia propiamente dicha).
En términos coloquiales, la
resistencia-resiliencia es la capacidad de una telaraña para aguantar sin
romperse los efectos de un balonazo,
y la capacidad de las arañas para volver a tejer la telaraña luego de que el balonazo la ha roto, inclusive cuando
las arañas mismas han resultado directamente afectadas en su integridad
“personal”. Los balonazos pueden ser
de distintos orígenes, desde los efectos de un terremoto, de una erupción
volcánica o de un huracán, hasta los que provienen de procesos humanos como la
guerra, el desarrollo mismo o una crisis financiera a nivel interno o
internacional.
Todas las personas que Ana
Lucía Rodríguez ha entrevistado para escribir este libro, son extremófilos
humanos, que han sido capaces de reconstruirse tras situaciones extremas de
crisis individual, familiar y territorial que, a la luz de toda racionalidad
convencional, parecerían imposibles de superar.
Las historias de vida que
nos han sacudido en estas páginas nos permiten comenzar a entender y en lo
posible a sistematizar (como lo ha hecho Ana Lucía en sus reflexiones finales),
las razones y las sinrazones que, muchas veces contra toda lógica, les han
permitido a todas estas heroínas y héroes de la vida cotidiana, volver a nacer
como nuevos sujetos sociales tras el impacto de una crisis aniquiladora de tal
magnitud.
Cuando alguien de una
familia y de una comunidad muere o queda mutilado como consecuencia de haber
pisado una mina antipersonal, no es solamente quien ha tenido el “accidente”,
sino todo su grupo familiar y social, quien muere o queda mutilado en su
dimensión emocional y, en la mayoría de los casos, en las demás dimensiones que
hacen vivible la cotidianidad.
Es evidente, sin embargo,
que para las personas que hemos conocido a través de estas páginas, ese desafío
de resiliencia no constituye una novedad; que el episodio con la mina
antipersonal es un capítulo más de una existencia lograda contra toda lógica
convencional, en medio de la crisis y de sacudidas permanentes, como aquellas a
que están sometidas las plantas en las zonas intermareales.
La Colombia urbana y la
rural están llenas de estos extremófilos humanos que, como consecuencia de las
distintas modalidades de violencia que históricamente han agobiado y siguen
agobiando al país, se ven sometidos de manera permanente a situaciones que
convierten a los territorios de los cuales forman parte, en fuentes de amenazas
a las cuales deben adaptarse o de las cuales, como último recurso, se ven
obligados a huir.
He incursionado varias veces
en el drama de la pérdida del territorio como crisis de identidad, en
particular al abordar el tema de la salud emocional, afectiva y cultural enlos desastres, sobre lo cual escribí:
“Pongámonos en la
situación del niño cuya madre –a quien identifica como territorio de identidad
y de seguridad- se enferma gravemente o por alguna razón se convierte en amenaza
para él. El niño es expulsado abruptamente del territorio de la certeza, para
sumirse en el de la incertidumbre y la inseguridad. Lo que antes, consciente o
inconscientemente, era sinónimo de protección, se convierte en algo de lo que
hay que huir, pero que no se quiere abandonar.”
En el caso particular de la afectación de una persona por haber
pisado una mina antipersonal, el cuerpo mismo se convierte en “territorio
desconocido” para quien despierta y encuentra que ha perdido una o más
extremidades, y que su alma y su piel están llenas de heridas y de marcas imborrables
dejadas por la explosión.
Por otra parte, el grupo familiar encuentra que ese sobreviviente
que forma parte de él, es un nuevo ser que entra a otorgarle nuevas dimensiones
dramáticas al territorio de crisis y que somete a ese grupo, regocijado por su
supervivencia, a una cantidad enorme de tensiones cotidianas que deben aprender
a manejar.
En ambas escalas el campo
minado ya no es solamente el territorio “exterior”. Para el directamente
afectado es su propio cuerpo, y para el grupo familiar es ese “nuevo miembro”
en que se ha convertido quien se ha visto obligado a renacer.
Pero así mismo, y ese es posiblemente uno de los principales
aportes de este libro, nos damos cuenta de que, como en un juego de matrioskas o muñecas rusas, existe una
fractalidad cualitativa tanto en la manera como la crisis que afecta al
territorio minado se reproduce en la comunidad, en el grupo familiar y en la
persona afectada, como en los factores que les otorgan capacidad de
resistencia-resiliencia a todos esos territorios de distintas escalas.
En otras palabras, los factores y las interacciones y dinámicas
que le otorgan Seguridad Territorial al territorio
mayor –la cuenca, por ejemplo- son los mismos factores y las mismas
interacciones y dinámicas que intervienen o que se deben hacer intervenir para
apoyar la recuperación del individuo y de su grupo familiar.
Así por ejemplo, para el
proceso de reconstrucción de las vidas de las personas entrevistadas y de sus
grupos familiares, han resultado vitales la existencia de redes de apoyo
conformadas por instituciones públicas y organizaciones privadas coordinadas
entre sí, que siguen protocolos prestablecidos de actuación, capaces de
otorgarles a los afectados la certeza teórica y la sensación práctica de que no
se encuentran solos y de que existe una Constitución y unas leyes que les
reconocen sus derechos, y unas personas que trabajan para hacerlos efectivos
(Seguridad Jurídica-Institucional); los apoyos concretos para ejercer una
actividad productiva que les permita generar recursos con sus propios medios
(Seguridad Económica, Seguridad Alimentaria); la posibilidad (todavía, desafortunadamente
muy precaria en gran parte del país), de regresar a los territorios de los
cuales fueron desplazados o de entrar a formar parte de territorios que les
ofrezcan la seguridad perdida en sus territorios originales.
Y sobre todo, la seguridad
afectiva, emocional y cultural que surge de recomponer la identidad a partir
del amor propio, del sentido de pertenencia, de afecto y de responsabilidad hacia
un grupo familiar y hacia una comunidad, y de la existencia de un proyecto de
vida, entendido como una razón para existir.
La seguridad afectiva,
emocional y cultural depende de la posibilidad de generar un discurso propio
que permita metabolizar la crisis, cumpliendo
la función que ejercen las llamadas extremoenzimas
gracias a las cuales los extremófilos pueden existir en ambientes inviables
para cualquier otro organismo.
Las lecciones que deja este
libro no solamente son aplicables para quienes han sido o serán afectados en el
futuro por minas antipersonal, sino para todas las comunidades colombianas
urbanas y rurales que de una u otra manera se ven obligadas a trasegar los caminos minados del territorio y de la
historia nacional.
2014 se presenta en Colombia
y en el mundo, como un año de muchas definiciones –o por lo menos de muchas
radicalizaciones- que ojalá redunden en beneficio del Derecho a la Vida con
calidad y dignidad, de todos los seres vivos, en todas sus escalas y
manifestaciones.
Que esas definiciones,
cambios y radicalizaciones apunten en un sentido o en otro, no se deberá solamente
a condiciones aleatorias, sino a compromisos humanos y a actuaciones coherentes
con esos compromisos.
Este libro nos aporta
ejemplos de Vida (con mayúscula) y claves sobre posibles maneras de pensar y de
actuar.
Gustavo Wilches-Chaux
Bogotá, Enero 2014
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