Artículo para El Nuevo Liberal de Popayán
Uno de los momentos en que
yo he sentido más preocupación –por no decir más miedo- fue en ese marzo de
2008 cuando estuvimos -o estuvieron- a punto de embarcarnos en una guerra contra Venezuela y
Ecuador.
Como bien recordarán,
habíamos llegado a una situación en la cual entre los gobernantes se había
perdido totalmente la hipocresía, ese ingrediente esencial de la diplomacia
internacional y, en gran medida, de todas las relaciones humanas.
Cada presidente le iba
gritando al otro, por los medios o en la cara, lo que opinaba de él, hasta el
punto de que Uribe y Chávez estuvieron a punto de irse a los golpes en una
reunión de la OEA. El presidente dominicano Leonel Fernández, entre otros, intervino
para que se apaciguaran los ánimos, y evitó que se produjera lo que
inicialmente hubiera sido un banquete para la morbosidad mundial, pero que
hubiera podido desencadenar en la anunciada guerra y en una absurda matazón.
Varias personas de los tres
países que trabajamos en prevención de desastres y que compartíamos la misma
preocupación, escribimos un “Manifiesto contra la guerra desde la gestión del riesgo”,
en el cual afirmábamos que “si los estados tienen
la obligación irrenunciable de evitar los desastres para proteger la vida, la
integridad y las oportunidades de sus comunidades, con mayor razón tienen la
obligación de impedir una guerra”. Esa no era una afirmación coyuntural sino
una convicción permanente. Estoy seguro de que hoy lo volveríamos a firmar.
La mecha siguió encendida y la bomba a la espera de un mínimo pretexto para estallar, cuando Juan Manuel Santos, tres meses después de su posesión como Presidente de Colombia y tras una reunión con Chávez en Mérida (Yucatán), nos lo presentó como su “nuevo mejor amigo”, con lo cual dio inicio a una nueva fase, menos tensa y menos peligrosa, de las relaciones entre los dos países vecinos. Y de paso con Ecuador.
La mecha siguió encendida y la bomba a la espera de un mínimo pretexto para estallar, cuando Juan Manuel Santos, tres meses después de su posesión como Presidente de Colombia y tras una reunión con Chávez en Mérida (Yucatán), nos lo presentó como su “nuevo mejor amigo”, con lo cual dio inicio a una nueva fase, menos tensa y menos peligrosa, de las relaciones entre los dos países vecinos. Y de paso con Ecuador.
Las contradicciones no
cesaron del todo y creo que nadie, comenzando por Santos y Chávez, creyó
realmente que cada uno se había convertido en “el mejor amigo” del otro. Pero
exorcizaron el fantasma de una guerra que hubiera sido sin duda alguna una gran
tragedia para toda la región.
¿Quién la hubiera “ganado”?
Nadie. Todavía hoy estaríamos intentándonos reponer de esa brutalidad. Basta
saber cuánto cuesta en nuestros países, en tiempo, en dinero y en esfuerzos,
construir una carretera, un puente, una fábrica, un aeropuerto o cualquier otra
instalación vital. Y sobre todo, cuánto cuesta la sanación de las heridas del
alma.
Además, por muy valientes, experimentadas,
motivadas y bien entrenadas que estén las Fuerzas Armadas colombianas, no creo
que hubiera sido fácil enfrentar una guerra con varios frentes en el ámbito
internacional, cuando llevamos 70 o más años intentando superar el conflicto
armado en el interior del país. Y cuando, si mal no entiendo, por lo menos
parte de la crisis venezolana actual se debe a que gastaron en armas y equipos
de guerra una porción importante de los recursos que hubieran podido usar para
satisfacer necesidades básicas de la población. El que se gasta los ahorros en
armas debe tener unas ganas enormes de poderlas usar.
Pues en este caso,
afortunadamente, la hipocresía, el sentido histórico y la responsabilidad
primaron sobre el apasionamiento (“Colombia es pasión”, como lo es todo pueblo
envenenado y aupado contra un enemigo inventado o real).
Una de las razones por las
cuales voy a votar por Santos es porque creo que, si bien es necesario realizar
muchos ajustes en las relaciones internacionales (por ejemplo para que no
sigamos perdiendo territorio como consecuencia de muchas décadas de manejo
desafortunado del conflicto jurídico por el mar territorial), también es
necesario seguir gestionando las contradicciones actuales y futuras con los
países fronterizos en el marco de la paz. Los envalentonamientos pueden servir
para generar una falsa y temporal sensación de unidad nacional, pero terminan
conduciendo al desangre.
Otra razón es porque a pesar
de todos los interrogantes sin respuesta que nos genera el proceso que se está
llevando a cabo en La Habana, estoy seguro de que es necesario seguir avanzando
por ese espinoso laberinto tal y como lo está haciendo el equipo negociador que
coordina Humberto de la Calle, bajo la dirección de Santos y con el espacio
político que le ha abierto él. Un proceso que hoy cuenta con el cauto pero
esperanzado respaldo de un enorme porcentaje del país y de la comunidad
internacional. No conviene cambiar al cirujano y a su equipo en un momento
crítico de un trasplante de corazón, ni dejar al paciente con las tripas al
aire mientras se conforma un nuevo equipo negociador y se vuelve a comenzar desde
cero la operación.
Si bien nadie puede
garantizar con absoluta certeza que ese paciente en cuidados intensivos que es
el proceso de paz va a sobrevivir y a retornar a una vida “normal” tras esta
operación, de lo que sí tengo certeza es de que si en este momento apagan las
luces del quirófano e interrumpen el proceso, el enfermo se va a morir. El que llegue
se limitará a levantar el acta de defunción.
Existen también muchos
aspectos en los que discrepo del gobierno de Santos, uno de ellos la manera
como ha mantenido, sin reformas sustanciales, el rumbo de la locomotora minera que heredó del gobierno de Uribe. Habrá que seguir debatiendo muy profundamente y buscando
cambios sustanciales en ese y en otros temas relacionados con la manera como se
entiende y se lleva a cabo el desarrollo en el país, en especial en cuanto hace
referencia a la Colombia rural.
Y desde la sociedad civil
hay que profundizar ese debate, entre otras razones, porque de llegarse a
firmar los acuerdos de paz en La Habana, es necesario contar con un suelo
verdaderamente fértil y propicio -y con agua suficiente- para que germine en él
la todavía muy débil y amenazada semilla de la paz.
Mi voto por Santos el
domingo no es porque considere que su visión del país es propiamente
“ambientalista” (todo lo contrario), sino porque creo que con él en la
Presidencia no corren tanto peligro todos esos artículos que todavía quedan en
la Constitución y que garantizan unos derechos fundamentales y la posibilidad
de hacerlos respetar mediante herramientas también constitucionales y a través
de la movilización pacífica y la participación real (otro derecho por el cual
también hay que seguir dando la pelea).
No voy a votar, pues, ni por
las blancas ni por las negras, sino por un Presidente que
no creo que le vaya a dar una patada al tablero.
Voy a votar el domingo por
Santos.
Bogotá, Junio 12 de
2014
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